sábado, 25 de octubre de 2008

SALVADO EN UNA PRISION

A este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo. Al oír esto, se compungieron de corazón y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: Varones hermanos, ¿qué haremos? Pedro les dijo: Arrepentíos. (Hechos 2:36-38)

De repente un terremoto sacudió la prisión de la cuidad de Filipos. Las puertas se abrieron y los prisioneros, -entre ellos Pablo y Silas- vieron caer sus cadenas (Hechos 16:23-34). Estaban libres; habrían podido huir, pero, según la ley romana, ello hubiese acarreado la condena a muerte del carcelero. Por otra parte, éste, al ver las puertas abiertas, creyó que sus presos se habían fugado e iba a suicidarse cuando, desde las tinieblas del calabozo, oyó la voz de Pablo que le gritaba: “No te hagas ningún mal, pues todos estamos aquí”. Entonces, temblando, el carcelero se postró a los pies de Pablo y Silas, y preguntó: “¿Qué debo hacer para ser salvo?”. Los había oído cantar, hablar de Jesús, orar y alabar a Dios. Pero, ¿por qué no habían huido? Se habían quedado para mostrarle el camino de la salvación, diciéndole: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”.
El carcelero los hizo subir a su casa, curó sus heridas y finalmente fue bautizado con todos los suyos. ¿Iba a ser perseguido y encarcelado por sus jefes? ¡No le importó! Se regocijó con toda su familia por haber creído a Dios. Nadie podía quitarle la dicha que había hallado mediante la fe en Jesús, el Salvador.
Se le ofrece a usted esa misma dicha: crea en Jesús, el Hijo de Dios, quién murió en la cruz y ahora está vivo.
“Algunos moraban en tinieblas… aprisionados en aflicción y en hierras. Luego clamaron al Señor en su angustia, los libró de sus aflicciones… y rompió sus prisiones” (Salmo 107:10, 13-14)

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