viernes, 23 de mayo de 2008

EL CESAR ES EL SEÑOR

Hemos considerado el primer significado de la palabra Señor. Sin embargo, en el sentido absoluto del término, en todo el Imperio Romano había una sola persona digna de poseer el título de señor: el César, el emperador. Todo el imperio debía confesar: “El Cesar es el Señor”. Y era tal la fuerza que se quiso imprimir a esta declaración que durante cierto tiempo era saludo obligado del imperio. Cuando un ciudadano romano se encontraba con otro, le saludaba levantando una mano y diciendo: “El Cesar es el Señor”. El otro a su vez respondía: “El Cesar es el Señor”. ¿Cuántas veces en el día saludamos diciendo: “Buenos días”, “Buenas tardes”, “Buenas noches”? Tantas veces debían ellos pronunciar aquella frase: “El César es el Señor”. ¡Que propaganda! ¡Mucho mejor que por radio y televisión! En todo el imperio, todo el día, por todas partes se repetía: “El César es el Señor, el Cesar es el Señor… el Cesar es el Señor…”
A veces ocurría un encuentro con alguien que en lugar de responder “El César es el Señor”, decía: “Jesucristo es el Señor” “¿Cómo? ¿Quién? ¿Estás reconociendo a otro fuera del César? ¡A prenderle! ¡A la cárcel! ¡A la hoguera! ¡A las fieras!
Aquellos primeros cristianos eran hombres que preferían confesar que Cristo era el Señor, y morir si fuera necesario, antes de seguir con vida, negándole. Comprendían muy bien lo dicho por su maestro: A cualquiera… que me confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi padre que está en los cielos (Mateo 10:32)
Verdaderamente, el Cesar era el señor de todo el Imperio Romano, el Jefe, el que mandaba, el Dueño de todo el imperio, de todo su territorio. Aún cuando la gente tenía chacras, terrenos, etc. a su nombre, eso era solamente para permitir una mejor administración económica en el imperio. En última instancia todo pertenecía al César. Cuando él decía: “Quiero veinte hectáreas de tal sector de la ciudad para hacer una plaza”, no tenía que pagar indemnización a nadie. Era el dueño. Por eso cuando preguntaron a Cristo si debían pagar el impuesto a César, Él respondió:
-A ver una moneda… ¿De quién es esta imagen?
-Del César.
-Dad a César lo que es de César…
Todas las monedas del imperio tenían grabada la imagen del Cesar, porque todo el dinero y aun el imperio eran de su propiedad. Cada cual tenía en su poder dinero propio solamente para hacer posible el desenvolvimiento económico general. El César se había constituido en el amo de todas las almas que vivían bajo su dominio. Disponía de cada persona como quería. No era necesario pasar por los tribunales para ser condenado a muerte. Parece que cierto día, dijo: “La Plaza está muy mal iluminada. Quiero mejor iluminación. Traigan cuarenta antorchas más. Pero que estas antorchas sean hombres; de los cristianos que están en la cárcel”.
Trajeron, entonces, cuarenta cristianos, los ataron a los postes de la plaza, los cubrieron de alquitrán y les prendieron fuego. El César podía hacer cuanto quería. Era el amo. El señor.
¡Qué fuerza tenía, entonces, la palabra señor en esos días! Representaba al Soberano, a la Máxima autoridad del imperio.
Durante los días de este imperio, Pablo vislumbró otro imperio que comenzaba a tomar fuerza y a extenderse sobre la tierra: el de Jesucristo. Dondequiera que él establecía iglesias, lo hacía sobre este fundamente: JESUCRISTO ES EL SEÑOR. Cada persona que se agregaba a la primitiva comunidad cristiana, reconocía que Cristo era el Señor de su vida.
-Hay otro imperio –decía Pablo-. Otro reino: El Reino de Dios. Y su trono es estable para siempre.

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