viernes, 29 de agosto de 2008

4º: JESUCRISTO ES EL SEÑOR DE MI HOGAR

Y perseverando unánimes cada día en el templo y partiendo el pan EN LAS CASAS, comían juntos con alegría y sencillez de corazón (Hechos: 2:46).
La iglesia verdadera es aquella en la cual cada miembro puede decir: “Jesucristo es el Señor de mi hogar”. Los cristianos de la iglesia primitiva adoraban a Dios, comían, se alegraban y estaban juntos en el templo (recordemos que el templo no era de ellos, sino de los judíos), se dispersaban, y seguían la misma vida de alabanza y reuniones por las casas. Llegaba a tal punto la bendición de Dios en los hogares que hasta sacaban pan y vino y celebraban la Cena del Señor allí.
Nosotros tenemos el concepto equivocado de que somos iglesia cuando estamos todos juntos reunidos en un templo, y que cuando termina la reunión, y cada cual se va a su casa, dejamos de ser iglesia. Nos desintegramos, como si fuéramos una máquina formada por muchas piezas que se pueden armar y desarmar, hasta que volvemos a reunirnos otra vez. Entonces, nuevamente somos iglesia.
La iglesia primitiva no tenía este concepto. Ellos eran iglesia cuando estaban todos juntos, y también cuando se esparcían por todas partes. Lo que eran al reunirse lo eran en todo lugar. No había diferencias en su conducta, en su proceder, en su vida, cuando estaban en el templo, y cuando estaban en sus casas; siempre era igual. ¿Y nosotros? En las reuniones somos tan correctos, tan amables. Sobre todo cuando empieza la adoración. Me gusta mirar a la gente que adora. Hay una belleza del cielo que los cubre. Pero, ¿tienen la misma belleza en sus casas?
Sí, en la reunión todo es “¡Aleluya!, ¡Gloria a Dios!, ¡Cristo reina!” Pero, ¿en casa? ¿Se oyen los mismos aleluyas, o solamente un continuo “¡Ay!”? En el culto gritamos de gozo alabando al Señor. ¿Y en casa? Gritamos, sí, pero ¿por qué? La iglesia primitiva tenía una sola vida, cuando se reunía y cuando se dispersaba.
Uno de los aspectos más importantes de nuestra vida es el hogar. “Señor, Venga tu reino.” ¡Amén! ¡Venga! Pero, ¿Dónde? Como en el cielo, así también en la tierra. ¡La tierra es tan grande! Yo no puedo hacer que el reino de Dios venga a toda la tierra; pero hay un pedacito de tierra que está bajo mi autoridad: mi hogar. Y yo puedo hacer venir el reino de Dios a mi hogar. Si tú lo haces en tu hogar, yo en el mío y otros en los suyos, el reino de Dios se extenderá e irá estableciéndose sobre la tierra.
La base de la sociedad es la familia. Dios así lo ha determinado. Y si el reino de Dios no penetra hondamente en nuestros hogares, lo que podamos experimentar será muy superficial. Porque nuestra verdadera manera de ser es la que se muestra en casa, no la que se deja ver afuera. Afuera, aun el hombre pecador es amable.
Alguien dibujo la caricatura de un hombre saliendo de su casa hacia el trabajo con una cara sonriente; luego en la oficina, saludando a la secretaria con mucha simpatía, y atendiendo a los clientes con un “Encantado, señor, tome asiento”, o “Mucho gusto en conocerlo. ¡En qué puedo serle útil?” Así durante todo el día hasta el anochecer, cuando vuelve a su casa. Allí se quita el saco y lo cuelga; se quita el sombrero y lo cuelga. Luego, se quita una careta de hombre sonriente y amable, y también la cuelga, dejando entonces al descubierto su verdadero rostro: una cara hosca y amargada. Finalmente, con gesto grosero, le dice a su esposa: “mujer, ¿cuándo estará lista la comida? Y grita a su hijo: “¡Cállate!”… El resto de la escena es fácil de imaginar.
El mundo está utilizando técnicas de relaciones públicas para lograr una apariencia de amabilidad. Pero no es así el reino de Dios. El Señor quiere transformar radicalmente nuestra vida en el hogar, porque si no, dentro de poco tiempo caeremos en la religiosidad y en la hipocresía. En los cultos es todo muy lindo y hermoso. Todos son “aleluyas”, pero en casa… ¡mejor cerrar bien las ventanas y las puertas, para que los vecinos no se enteren de lo que pasa adentro! ¿Por qué no se ha extendido hasta ahora el reino de Dios allí donde tú y yo vivimos, entre los vecinos que están a nuestro alrededor? Resulta más fácil un tratado a un desconocido que a nuestro vecino, porque nuestras vidas no dan un testimonio digno.
¿Qué clima reina en tu hogar? ¿Está la presencia de Dios todos los días? ¿Hay alabanza? ¿Reina el amor? ¡Cómo abrazamos a los hermanos en las reuniones! Pero, ¿nos tratamos en casa con el mismo amor? El clima de amor, el espíritu de alabanza, y esa hermosa comunión que gozamos en las reuniones, deben ser los mismos que reinen en nuestra casa. Si el gozo y el amor caracterizan a nuestras reuniones, pues gozo y amor tienen que caracterizar a nuestros hogares. Sin embargo, ¡por cuánto tiempo hemos vivido una doble vida! En las reuniones, gloria; en casa, discusiones, rencores, chismes, murmuraciones, enemistades, críticas, llanto, desprecios, ofensas, quejas, desobediencia.
¡Qué venga su reino! ¡Y que cambie nuestros hogares! Pero el hogar no cambiará por sí solo. Ni por orar mucho. No va a cambiar porque ayunes. Ora y ayuna, sí, pero obra también. Tu hogar cambiará cuando cada uno de sus miembros reconozca a Jesús como Señor.

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