viernes, 29 de agosto de 2008

4º: JESUCRISTO ES EL SEÑOR DE MI HOGAR

Y perseverando unánimes cada día en el templo y partiendo el pan EN LAS CASAS, comían juntos con alegría y sencillez de corazón (Hechos: 2:46).
La iglesia verdadera es aquella en la cual cada miembro puede decir: “Jesucristo es el Señor de mi hogar”. Los cristianos de la iglesia primitiva adoraban a Dios, comían, se alegraban y estaban juntos en el templo (recordemos que el templo no era de ellos, sino de los judíos), se dispersaban, y seguían la misma vida de alabanza y reuniones por las casas. Llegaba a tal punto la bendición de Dios en los hogares que hasta sacaban pan y vino y celebraban la Cena del Señor allí.
Nosotros tenemos el concepto equivocado de que somos iglesia cuando estamos todos juntos reunidos en un templo, y que cuando termina la reunión, y cada cual se va a su casa, dejamos de ser iglesia. Nos desintegramos, como si fuéramos una máquina formada por muchas piezas que se pueden armar y desarmar, hasta que volvemos a reunirnos otra vez. Entonces, nuevamente somos iglesia.
La iglesia primitiva no tenía este concepto. Ellos eran iglesia cuando estaban todos juntos, y también cuando se esparcían por todas partes. Lo que eran al reunirse lo eran en todo lugar. No había diferencias en su conducta, en su proceder, en su vida, cuando estaban en el templo, y cuando estaban en sus casas; siempre era igual. ¿Y nosotros? En las reuniones somos tan correctos, tan amables. Sobre todo cuando empieza la adoración. Me gusta mirar a la gente que adora. Hay una belleza del cielo que los cubre. Pero, ¿tienen la misma belleza en sus casas?
Sí, en la reunión todo es “¡Aleluya!, ¡Gloria a Dios!, ¡Cristo reina!” Pero, ¿en casa? ¿Se oyen los mismos aleluyas, o solamente un continuo “¡Ay!”? En el culto gritamos de gozo alabando al Señor. ¿Y en casa? Gritamos, sí, pero ¿por qué? La iglesia primitiva tenía una sola vida, cuando se reunía y cuando se dispersaba.
Uno de los aspectos más importantes de nuestra vida es el hogar. “Señor, Venga tu reino.” ¡Amén! ¡Venga! Pero, ¿Dónde? Como en el cielo, así también en la tierra. ¡La tierra es tan grande! Yo no puedo hacer que el reino de Dios venga a toda la tierra; pero hay un pedacito de tierra que está bajo mi autoridad: mi hogar. Y yo puedo hacer venir el reino de Dios a mi hogar. Si tú lo haces en tu hogar, yo en el mío y otros en los suyos, el reino de Dios se extenderá e irá estableciéndose sobre la tierra.
La base de la sociedad es la familia. Dios así lo ha determinado. Y si el reino de Dios no penetra hondamente en nuestros hogares, lo que podamos experimentar será muy superficial. Porque nuestra verdadera manera de ser es la que se muestra en casa, no la que se deja ver afuera. Afuera, aun el hombre pecador es amable.
Alguien dibujo la caricatura de un hombre saliendo de su casa hacia el trabajo con una cara sonriente; luego en la oficina, saludando a la secretaria con mucha simpatía, y atendiendo a los clientes con un “Encantado, señor, tome asiento”, o “Mucho gusto en conocerlo. ¡En qué puedo serle útil?” Así durante todo el día hasta el anochecer, cuando vuelve a su casa. Allí se quita el saco y lo cuelga; se quita el sombrero y lo cuelga. Luego, se quita una careta de hombre sonriente y amable, y también la cuelga, dejando entonces al descubierto su verdadero rostro: una cara hosca y amargada. Finalmente, con gesto grosero, le dice a su esposa: “mujer, ¿cuándo estará lista la comida? Y grita a su hijo: “¡Cállate!”… El resto de la escena es fácil de imaginar.
El mundo está utilizando técnicas de relaciones públicas para lograr una apariencia de amabilidad. Pero no es así el reino de Dios. El Señor quiere transformar radicalmente nuestra vida en el hogar, porque si no, dentro de poco tiempo caeremos en la religiosidad y en la hipocresía. En los cultos es todo muy lindo y hermoso. Todos son “aleluyas”, pero en casa… ¡mejor cerrar bien las ventanas y las puertas, para que los vecinos no se enteren de lo que pasa adentro! ¿Por qué no se ha extendido hasta ahora el reino de Dios allí donde tú y yo vivimos, entre los vecinos que están a nuestro alrededor? Resulta más fácil un tratado a un desconocido que a nuestro vecino, porque nuestras vidas no dan un testimonio digno.
¿Qué clima reina en tu hogar? ¿Está la presencia de Dios todos los días? ¿Hay alabanza? ¿Reina el amor? ¡Cómo abrazamos a los hermanos en las reuniones! Pero, ¿nos tratamos en casa con el mismo amor? El clima de amor, el espíritu de alabanza, y esa hermosa comunión que gozamos en las reuniones, deben ser los mismos que reinen en nuestra casa. Si el gozo y el amor caracterizan a nuestras reuniones, pues gozo y amor tienen que caracterizar a nuestros hogares. Sin embargo, ¡por cuánto tiempo hemos vivido una doble vida! En las reuniones, gloria; en casa, discusiones, rencores, chismes, murmuraciones, enemistades, críticas, llanto, desprecios, ofensas, quejas, desobediencia.
¡Qué venga su reino! ¡Y que cambie nuestros hogares! Pero el hogar no cambiará por sí solo. Ni por orar mucho. No va a cambiar porque ayunes. Ora y ayuna, sí, pero obra también. Tu hogar cambiará cuando cada uno de sus miembros reconozca a Jesús como Señor.

martes, 19 de agosto de 2008

3º:JESUCRISTO EL SEÑOR DE MIS BIENES

Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno (Hechos 2:44,45).
Y la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común (Hechos 4:32).
¿Cuál es la iglesia verdadera? ¿Cuál es la comunidad de los verdaderos discípulos? Aquella que vive este principio: “Jesucristo es el Señor de mis bienes y de mi dinero”. ¿De quién es todo lo que tienes? La comunidad de Jesucristo está formada por quienes le han reconocido como Señor. Si Cristo es el Señor de tu vida, perteneces a su iglesia, y si El no es Señor de tu vida, entonces, no perteneces a su iglesia.
Cuando decimos que Cristo debe ser el Señor de tu vida, El que mande, el dueño, el amo, incluimos, por supuesto, todo lo que posees. Porque lo que posees es una expresión de lo que tú eres, de lo que has vivido, de lo que has logrado, de lo que has ganado.
La iglesia de Cristo es aquella en la cual cada miembro reconoce y honra verdaderamente a Jesucristo como dueño y Señor de todo lo que posee.
Algunos hoy quieren evadirse diciendo: “Bueno, eso era para la iglesia primitiva. Ellos vendieron todo y lo daban a quienes tenían necesidad.” ¡Un momento! Cristo dijo: Cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo (Lucas 14:33). Y si uno no es discípulo, ¿Qué es? “Soy creyente”, responde alguno. No, nosotros nos llamamos creyentes, o convertidos, pero al término que la Biblia utiliza al referirse a los que son del Señor es: discípulo. La palabra convertido, no aparece ni una sola vez en el Nuevo Testamento; la palabra creyente, apenas unas veinte veces. Pero al término discípulo aparece ¡más de 250 veces! Y se refiere, no a los doce discípulos, eran apóstoles- ano a los setenta, sino a todos: Y el número de discípulos se multiplicaba grandemente… Los que hoy llamamos convertidos, la Biblia los llama discípulos.
Esto está muy claro en el Nuevo Testamento. Cristo no exageró ni mintió cuando señaló: Cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo. ¿Qué quiso decir Cristo con estas palabras? ¡Pues, exactamente lo que dijo! Si hubiera querido decir otra cosa, lo hubiese dicho. ¡Hemos dado tantas vueltas alrededor de lo que Cristo “quiso decir” con esto! Sin embargo, está muy claro. Si quieres ser seguidor de Cristo, discípulo suyo, tienes que renunciar a todo lo que posees. ¡Y si no, no puedes serlo! ¡No puedes!”Sí, pero esto debe significar…” ¡Significa que tienes que renunciar a todo! Nada más. La experiencia de la iglesia primitiva así lo atestigua: Nadie decía ser suyo propio nada de lo que poseía.
“Señor, todo lo que tengo es tuyo. Tú eres mi Señor. Tengo una casa, un terreno, un automóvil, una bicicleta, diez millones de pesos o un peso: Todo lo que tengo, Señor, es tuyo.” Esa tendría que ser nuestra oración.
¡Sin embargo, no te apresures a poner una bandera de remate en tu casa! Primero tendrías que poner una en tú corazón. Que sea rota en ti toda ligadura de amor a tus posesiones. Que sea extirpado todo espíritu de obtener, de adquirir cosas; todo afán de poseer más y más, ya que ese espíritu es el que domina al mundo. Que sea quitado de raíz, por la obra del Señor, por su orden, por su palabra. Tu actitud interior, y tu oración sincera debería ser: “Señor, todo lo que tengo ya no es mío.”
Una vez que el Espíritu Santo imprima en tu corazón la verdad de que nada de lo que tienes es tuyo, sino de Dios, dile: “Señor, esta casa es tuya. Yo vivo en tu casa. Gracias por la casa que me prestas para vivir. Señor, esta cama no es mía, es tuya. ¡Estoy durmiendo en una cama que es tuya! Todo es tuyo. ¿Y aquella otra casa que tengo allá? ¿Qué hago con ella, Señor? ¿La alquilo? ¡Tú eres el dueño!”
“Mi automóvil es tuyo. Y el sueldo que cobro a fin de mes también. ¿Cómo debo administrarlo? ¿Cómo quieres que haga? Lo que es tuyo debe traer fruto para tu reino, tiene que ser usado para tu causa, para tu pueblo. Tiene que contribuir a tu reino, y a la bendición de la comunidad de tus hijos, Señor, comienza a disponer de todo lo que tengo, porque todo es tuyo.”
Tal vez Dios te diga: “Vende ese terreno” o “Dónalo”. Para que puedas obedecer, debe estar decidido de antemano. Desde hoy toma esta actitud: “Este terreno es de Dios, y esta casa, y el auto. Todo, todo, todo es del Señor, porque El es el Señor de mi vida.” Este principio tiene que penetrar muy hondamente en nuestro corazón. La Biblia nos enseña que el amor al dinero es raíz de todos los males.
Dentro de ese “todo” están incluidos los diezmos. ¿Qué es el diezmo? El 10% de todo sueldo, de toda ganancia que tenemos. Este es un principio de Dios. El diezmo no es algo relegado exclusivamente a los tiempos del Antiguo Testamento. Tampoco es algo establecido por la Ley de Moisés. Es un principio de Dios anterior a la ley que se encuentra a través de toda la Biblia, un principio de Dios que creó los cielos y la tierra, por medio del cual reconocemos que todo lo que existe, y todo lo que tenemos es de El y para El. Es la manera concreta de expresar que creemos que El es el único dueño de todas las cosas.
Cuando recibes tu sueldo a fin de mes, debes tener en cuenta que todo es de Dios. ¡Todo! Si ganas $500, los $500 son de El. Pero dentro de esos $500, hay $50 que tú no puedes ni siquiera administrar. El Señor te ha constituido en mayordomo del 90% restante, pero el diezmo lo administra El. Aparta, pues, tus diezmos y dáselos.
“¿Qué hago con el resto, ya que el resto es para mí?”
No. No es para ti. Es para que tú lo administres. El te da el dinero, y tú comes del dinero de Dios, y te vistes tú y tu familia con el dinero de Dios. Por eso, debes agradecerle: “Gracias por la comida, Señor; gracias por la ropa, y por todos los bienes que me das.”
Supongamos que tú ganas este mes $ 500. Apenas cobras, apartas el 10% para Dios, o sea $ 50 (porque el diezmo no debe ser lo que nos sobra sino las primicias). Antes de comenzar con los gastos, $ 50 son apartados para Dios. En realidad, todo el dinero es de Dios, pero esta parte la administra El. La pones en un sobre, y la llevas a la iglesia.
¿Cuánto te queda? $ 450. Pero tú dices: “A mí no me alcanzan $ 500 por mes para vivir. ¿Cómo voy a vivir con $ 450?”
Quiero decirte algo ilógico para las matemáticas pero cierto para la fe: Esos $ 450 rendirán más que $ 500. ¿Sabías eso? ¡Porque esos $ 450 llevan la bendición de la obediencia a Dios! Cuando pones tus diezmos estás señalando que todo es de El, no solo esos $ 50, sino también los $ 450 restantes. Es dinero recibido de la mano de Dios. En cambio, cuando te quedas con el diezmo que le pertenece a Dios, estás robando, y esos $ 500 quedan contaminados por el robo. Mira, quedándote con los $ 500 harás menos que con los $ 450. Porque $ 450 con la bendición de Dios valen más que $ 500 sin ella.
Algo más. Si vas a dar el diezmo con mezquindad y tristeza, será mejor que no lo des. Dios ama al dador alegre. Ten esta actitud: “Señor, otra vez me diste $ 500. ¡Que privilegio darte a ti lo que te corresponde! ¡Y qué gozo! Estos $ 50 son tuyos. ¡Aquí están, Señor!” ¡Cómo honra Dios esa actitud!
¿Para qué quiere Dios ese dinero? Porque si cada uno pone su diezmo para Dios, habrá mucho dinero. ¿Haremos mejores templos con él? La Biblia nunca menciona que hayan construido templos con los diezmos. Cosas como esas deben salir siempre de las ofrendas. Si la congregación quiere bancos más cómodos o instrumentos nuevos de música o equipos de audio, los tiene que pagar por medio de las ofrendas.
Entonces, ¿para qué quiere Dios el diezmo? Siempre se destinó para los siervos de Dios. La Biblia así lo señala en 1º Cor. 9:11-14. No es que nosotros paguemos a los obreros. No. Es Dios quién le paga. Nosotros damos el diezmo a Dios. Eso entra en el bolsillo de Dios. Ya no puedo hacer con el diezmo lo que a mi me parece No, porque eso lo administra Dios. Y El ha llamado a algunos a dejar su propia ocupación para ser pastores, evangelistas, maestros. Y si El los llamó a su obra, ¿quién les debe dar el sostén? ¡Dios! ¿Con qué dinero? Con el dinero que diezman todos los discípulos cada mes o cada semana. Dios ya ha dado un destino a los diezmos son para sostener a sus obreros.
Si tú llamas a un carpintero a hacer un trabajo en tu casa, ¿quién le va a pagar? ¡Tú mismo, que lo llamaste! Y si Dios llama a algunos a predicar el evangelio, a ser evangelistas, apóstoles, maestros, ¿quién les va a pagar? Dios mismo. Cuando nosotros no ponemos el dinero de nuestros diezmos, ¿sabes qué estamos haciendo en realidad? Estamos robando a Dios y evidenciando que Jesucristo no es el Señor del dinero que ganamos.

martes, 12 de agosto de 2008

2º:JESUCRISTO ES EL SEÑOR DE MI TIEMPO

Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones…
Y perseverando unánimes CADA DIA en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos
(Hechos 2:42, 46,47)
Perseveraban. ¡Qué linda palabra! ¿En qué perseveraban? En estar juntos. Si había una reunión de doctrina, de enseñanza, allí estaban todos. Si de oración, estaban todos. En el partimiento del pan, la Cena del Señor, no faltaba nadie. Parece que el lema de la iglesia primitiva era: Toda la iglesia en todas las actividades. Así dice: Perseveraban unánimes cada día… todos estaban juntos…
Notemos algo. Allí había 3.000 personas que no estaban habituadas a concurrir a reuniones. En Pentecostés o en la Pascua, iban al templo, como religiosos, y regresaban a sus lugares, Quizá algunos de los más devotos irían al santuario una vez por semana. Pero en ese momento hubo una revolución sus vidas, Experimentaron algo completamente diferente, y comenzaron a reunirse todos los días. Cada día, en el templo y por las casas. ¿Cómo pudieron, si tenían tantas cosas que hacer? El trabajo, la casa, la chacra, los negocios.
Cuando alguien reconoce a Cristo como su Señor, el ritmo, el programa de su vida diaria, cambia. Hay una revolución. Y eso es lo que se observó en ellos. ¿Cuántas veces por semana te reúnes? Algunos dicen: “Pastor, dé gracias si voy el domingo”. Tales personas aún piensan que concurriendo están haciendo un favor a la iglesia o al pastor.
La iglesia verdadera es aquella en la cual cada miembro proclama y demuestra con su vida que Jesucristo es el Señor de su tiempo. Si El me quitara por unos minutos el aire que respiro, ya mi tiempo no sería más mío. Porque, ¿Qué es el tiempo, esa sucesión de momentos, y que controlo con reloj y almanaque? Es sencillamente el desarrollo de mi vida. Así que si El es Señor de mi vida, es también Señor de mi tiempo, porque mi tiempo es mi vida que va transcurriendo aquí sobre la tierra. Eso es el tiempo. Es sabio, pues, decirle a Dios: “Padre, tú eres mi Señor, dueño mío y de todo lo que tengo. El tiempo que tengo también es tuyo. Los días que tengo son tuyos. Las semanas, los años, mi vida entera”.
¿Quién es el Señor de tu tiempo? En el evangelio del reino las palabras de Jesucristo suenan con mucha claridad: Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas. ¿Cuáles son “todas estas cosas”? Jesús decía: No os afanéis por vuestra vida, que habéis de comer y vestir… La gente a nuestro alrededor está envuelta en un ritmo tal que lo único por lo cual se preocupa es por el dinero que va a ganar, por el pan que va a comer, por la ropa que va a vestir, por la casa que va a tener, por el auto que va a comprar. Ese es su ritmo de vida. Pero en los días de los apóstoles surgió una comunidad en la que se invirtieron los valores de la vida. Primero, el reino de Dios; luego las demás cosas. Debemos poner nuestro tiempo a la disposición del Señor, para participar del culto congregacional, de las reuniones de oración y enseñanza en los hogares, para ayudar a los necesitados, bendecir nuevos hogares, etc. Debes ir transformando tu programa, de acuerdo con lo que el Señor manda. No digas “No tengo tiempo”. ¿Cuántas horas tienes por día? ¿Quién tiene 23 horas por día? ¡Ninguno! Todos tenemos 24. Yo también. ¿Quién tiene 25? Nadie. ¡Todos tenemos 24 horas por día! Tú dices: “No tengo tiempo”. ¿Cómo no vas a tener tiempo? Tienes tiempo; lo que pasa que lo has llenado de otras cosas.
-Hermano, esta noche tenemos una reunión.
-Mire… vengo de trabajar diez horas. Salgo de casa a las 6 de la mañana, vuelvo a las 4 o a las 5. Tomo algo y luego siempre hay algo que hacer… Y ya llega la hora de acostarse. Hermano, mire, si hago tiempo (esto es: “si me sobra tiempo”) voy a ir.
-Hermano el domingo a la tarde tenemos un encuentro muy importante; no debes faltar.
-OH, tengo tantas cosas que hacer… Bueno, si las termino, voy.
Por tu respuesta podemos deducir que en primer lugar están tus cosas, y después Dios. Si te sobra tiempo irás a alabar al Señor.
En mi casa hay un recipiente, con una tapa arriba: es el recipiente de la basura. ¿Sabes lo que se pone allí? ¡Lo que sobra! ¡Los desperdicios! Si te sobra tiempo, ponlo allá, con la basura. No se lo traigas a Dios. No vamos a hacer un culto a Dios con las primicias. ¡Porque El es Dios: El merece lo mejor! Vamos a buscar primero su reino, primero su gloria. ¿Y las demás cosas? El nos va a ayudar. ¿Por qué no le dices a Dios: “Señor, Tú estás antes que todo en mi vida, y lo demuestro poniéndote a ti primero, y ocupándome en tus cosas”?
Desde luego, tendrás que ir haciendo los cambios necesarios. A medida que el derramamiento del Espíritu Santo aumente, y el río de Dios fluya como esperamos, no nos van a alcanzar una o dos reuniones por semana. El culto a Dios, los grupos de oración, la evangelización, la comunión, el amor entre los hermanos y el discipulado, nos van a exigir dedicar la vida. Y eso en la práctica, se llama tiempo.
¿Cuántas veces por semana se reunía la iglesia primitiva? Todos los días en el templo, y por las casas. Perseveraban en la doctrina, en la comunión, en las oraciones, en la enseñanza. Es decir, vivían para el reino de Dios. Vivían para una sola cosa.
Muchas veces el tiempo no nos alcanza porque somos desordenados. Las cosas desordenadas ocupan mucho espacio. Si en tu guardarropa pones todo lo que viene a la mano en forma desordenada, llegará el momento en que tendrás que decir, “Acá no entra nada más.” ¡Un momento! Si sacas todo afuera, y empiezas a acomodar, a doblar y a ordenar, descubrirás que te sobra medio ropero. ¡Y tú pensabas que ibas a tener que comprar otro!
¡Así es también con tu tiempo! Somos desordenados. Perdemos muchísimos ratos libres. La mujer en la casa debe tener un programa ordenado de trabajo; saber cómo va a desarrollar cada cosa. Lo mismo el hombre, el muchacho, el estudiante. Cuando establezcas y respetes un orden adecuado, verás entonces como te sobra tiempo aún para las añadiduras.
Para ordenar tu tiempo, tienes que respetar un orden de prioridades, ¿Es Cristo lo primero en tu vida? Entonces, a El debes dedicar las primicias de tu tiempo. A partir de allí y alrededor de esto debes ordenar el resto de las cosas de acuerdo a su importancia.

martes, 5 de agosto de 2008

1º: JESUCRISTO ES EL SEÑOR DE MI VOLUNTAD

La iglesia verdadera es aquella en la cual cada uno de los miembros demuestra con sus hechos que Jesucristo es el Señor de su voluntad.
Sepa, pues, ciertamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis. Dios lo ha hecho Señor y Cristo (Hechos 2:36)
Pedro, ante aquella multitud reunida en el día de Pentecostés, hizo sencillamente una cosa: presentó a una Persona. Una persona a quien ellos ya conocían como personaje histórico: Jesús de Nazaret. “Este, a quienes ustedes crucificaron y mataron, Dios le resucitó y le hizo Señor y Cristo.” Los miles de oyentes que escucharon esto, compungidos de corazón, dijeron a Pedro y a los otros apóstoles (v.37): Varones hermanos. ¿Qué haremos?
Allí había tres mil personas que hasta ese día nunca había buscado orientación ni habían dicho a nadie, “¿qué tengo que hacer?” Al contrario, su actitud siempre había sido: “Yo hago lo que se me da la gana”. ¿Pero, ahora hubo una nueva actitud! Entonces, vino la orden. Pedro, igual que su Maestro, no titubeó. No les hizo una invitación suave. Fue una orden (es el evangelio del reino>): Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Luego el v. 41 señala: Así que, los que recibieron su palabra –es decir, los que recibieron su orden, los que obedecieron a este mandato, los que reconocieron la autoridad de Cristo, en este caso a través de Pedro –fueron bautizados; y se añadieron aquel día como tres mil personas.
Podemos decir que allí nació la iglesia como comunidad. La iglesia verdadera, formada por aquellos que podían decir de todo corazón: “Jesucristo es el Señor de mi voluntad.” Tres mil voluntades fueron doblegadas en aquel instante ante la voluntad de Jesucristo. Tres mil voluntades se rompieron, se quebraron, se rindieron: ¿Qué haremos? Hubo arrepentimiento, un cambio total de actitud. Ante la orden –Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros-, sin dilaciones, se arrepintieron y se bautizaron.
Sí, la iglesia es un cuerpo. ¿Cuántas voluntades puede haber en un cuerpo? ¿Qué pasaría si yo tuviese en mi cuerpo más de una voluntad? Yo, tengo una sola y, básicamente, se expresa a través de mi cuerpo. Si quiero caminar, camino; si quiero hablar, hablo; si quiero saltar, salto. ¡Qué conflicto habría en mí si yo tuviera dos voluntades! ¡Si una quisiera caminar y la otra sentarse! ¡Si un pie quisiera ir hacia delante, y el otro se negara! ¿Y qué sería si dentro de este cuerpo hubiese tres voluntades? ¿Y si hubiera mil…?
¡Imposible! Mi cuerpo tiene una sola voluntad. Y cuando tú eres puesto dentro del Cuerpo de Cristo, y le reconoces como Señor por el acto del bautismo, ya tu voluntad queda sepultada. Tú mueres bajo las aguas, y se levanta una nueva criatura que dice: “En mi vida ya no mando yo, sino Cristo”. La voluntad es algo propio que todos tenemos. El cristiano, al sumarse a la comunidad de los discípulos de Jesús, deja de actuar en forma independiente. Tampoco puede hacerlo en forma dual, es decir: según su voluntad y según la voluntad de Cristo. Cuando Cristo se ha convertido en el Señor de tu vida. Cuando comienzas a pertenecer a su iglesia, hay para ti una sola manera de vivir. No puedes estar decidiendo cada vez, “¿Qué hago? ¿Esto o aquello?”.
Simplemente. Te limitas a hacer la voluntad de El, lo que El ha ordenado. Si te encuentras en un aprieto por una pregunta difícil, no puedes decir: “¿Qué hago? ¿Digo la verdad? ¿Miento? ¿Qué hago?...” ¡No tienes opción! No hay dos caminos. Ahora hay sólo uno posible para ti. No puedes mentir. Ya está decidido. Cristo le decidió por ti. No existen las dos alternativas.
A fin de año llegan los impuestos a los réditos. Hay una planilla con una declaración jurada que reza: “Doy testimonio que los datos arriba consignados son fidedignos”. Ahora, “¿Qué hago? ¿Digo todo? ¿O sólo la mitad? Total, lo que no pague al Estado lo voy a dar para la obra del Señor…” ¡No! Esto ya está decidido. Lee Romanos 13 si te queda alguna duda. No puedes mentir. De modo que cuando declaras con juramento y firmas, ¿Qué estás firmando? ¿Una mentira?
Nadie te obliga a ser cristiano. La puerta está abierta; puedes irte al reino de las tinieblas si quieres. Pero no puedes pertenecer al reino de Dios y vivir conforme a tu voluntad. Ya no mandas tú en tu vida. Hay una sola voluntad. Ya no mandas tú en tu vida. Hay una sola voluntad que rige. Y aunque te amenacen de muerte, aunque te rematen la casa, tienes que hacer la voluntad de Cristo.
Palabra dura, ¿no es cierto? ¿Quién la puede soportar? El reino de Dios sufre violencia, y los valientes lo arrebatan. (Mat. 11:12). ¡Los cobardes quedan afuera! Si tú eres cobarde y no te atreves a andar como el Señor manda, no hay lugar para ti en el reino de Dios. No hay lugar. ¿Sabes de cuántas tentaciones te libras de un solo golpe cuando tomas esta actitud?
Vas a una tienda, y pagas con un billete de $5. El cajero, por equivocación, te da el vuelto por $10. “¿Qué hago? ¿Le digo, o no le digo?” Un momento: No tienes esa alternativa. Hay un solo camino. Si no es tuyo, lo tienes que devolver: “Sírvase, señor, se equivocó.”
-¡Qué amable! ¡Qué honesto! ¡Muchas gracias! –dice él.
No te sientas orgulloso de tu acción. ¡Hiciste justo lo que tenías que hacer! Era dinero de él y le diste lo que era suyo.
Podríamos agregar a esto, mil ejemplos más de la vida diaria. Pero lo importante es que entendamos que nuestra voluntad debe estar rendida.
Cuando Pedro dijo, bautícese cada uno… a nadie se le ocurrió decir:
-Pedro, está haciendo un poco de frío. ¿No me puedo bautizar dentro de tres meses, cuando venga la primavera?
No; era una orden. Nadie dijo: “Yo me voy a arrepentir y voy a aceptar a Cristo, pero esto del bautismo, ¿podría estudiarlo por algunas semanas, para orar y ver si es la voluntad de Dios?” ¿Cómo si es la voluntad de Dios? ¡Si su voluntad ya está expresada! No hay alternativa. La Escritura no dice que tres mil preguntaron, ¿qué haremos? Tampoco que tres mil fueron compungidos. Sino que tres mil recibieron la palabra, la orden. Quizás había muchos más que preguntaron, ¿qué haremos? Pero sólo tres mil se rindieron, y fueron añadidos a la comunidad del Señor. Cuando Cristo es el Señor, hay una sola manera de vivir: a plena luz, y haciendo a cada paso su voluntad. No te equivoques; Dios no puede ser burlado. Su reino es reino de luz, y nada se puede esconder en la presencia de Aquel que es la luz.
Un creyente puede equivocarse únicamente cuando ignora si lo que hace es o no la voluntad de Dios. En ese caso, su fracaso tiene cierto justificativo; aunque aun así él tiene que buscar mayor luz de Dios y conocimiento de su Palabra a fin de que no se reitere la falla. Pero, hacer algo reprobable a sabiendas de que desagrada a Dios, es ajeno a la naturaleza de un hijo de Dios. Los únicos atenuantes que puede tener un pecado son el error o la ignorancia.
Sería demasiado extenso desarrollar en mayor detalle el tema de nuestra propia voluntad. Es bastante con que sepas esto: si quieres ser parte de la iglesia de Cristo, tu voluntad debe estar completamente rendida a El. Los cristianos primitivos tenían esa actitud, preferían obedecer la voluntad de Dios y morir, si fuera necesario, antes que desobedecer a Dios y seguir viviendo. ¡Qué actitud! ¡Obedecer a Dios, aunque nos cueste la vida!

viernes, 1 de agosto de 2008

VIDA Y SUJECION

La iglesia primitiva no tenía un libro de doctrina, ni siquiera el Nuevo Testamento. ¡Pero era la iglesia verdadera! Estaba sujeta a la Cabeza, cada uno reconocía a Cristo como el Señor de su vida, y tenía la vida del Cuerpo. ¿Cómo sabían ellos, entonces, si alguien pertenecía a la iglesia de Cristo o no? Precisamente por estos dos factores: vida y sujeción. Son las dos cosas que indican que pertenezco a la iglesia.
A continuación veremos algunos aspectos prácticos de lo que es la verdadera iglesia. Para ellos consideremos el capítulo 2 del libro de Los Hechos. Allí hay una iglesia que verdaderamente funciona como la iglesia de Cristo dentro de una ciudad, por que expresa y vive el reino del Señor.
Aunque estamos hablando de la iglesia en conjunto, es bueno individualizar un poco. Porque, generalmente, al referirnos a ella, decimos: “Sí, es cierto, la iglesia debería ser así…” Pero, ¿quiénes forman la iglesia? ¿No está compuesta por cada uno de nosotros? ¡Por supuesto que sí! De modo que si la iglesia no anda, es porque tú no andas, y porque yo no ando. No hablemos, pues, de ella como algo ajeno a nosotros mismos, y de sus problemas como de los problemas de alguna institución extraña a nuestra vida.
Por lo tanto, yo quisiera particularizar un poco y decir: la verdadera iglesia es aquella en la cual cada uno de los miembros está respaldando, de palabra y de hecho, cuatro expresiones de vida que se ven en la iglesia primitiva y que vamos a considerar en los párrafos siguientes.