miércoles, 2 de enero de 2008

AUMENTO DE FE

¿Cómo conseguiremos que se nos aumente la fe? Pregunta seria para muchos. Dicen que desean creer, pero no pueden. Se disparata mucho en este asunto. Seamos prácticos en el caso. Se necesita tanto sentido común aquí como en otros asuntos de la vida. ¿Qué debo hacer para creer?
Alguien preguntó a una persona cual era la mejor manera de hacer cierta cosa, y se le contestó que la mejor manera de hacerla era hacerla –sin demora. Discutir modos y métodos, cuando se trata de un acto sencillo, es malgastar el tiempo. Tratándose de creer en seguida. Si el Espíritu Santo te ha hecho dócil y cándido, creerás tan pronto como la verdad se te presente. Y la creerás, porque es la verdad. El mandamiento evangélico dice: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo.” Es inútil evadirse de esto preguntando y cavilando. El mandato es claro, y se le debe obedecer.
Pero si en realidad te molesta alguna duda, llévala en oración a Dios. Di al gran Padre Dios precisamente lo que te perturba y pídele que por el Espíritu Santo se te resuelva el problema.
Si no puedo creer las afirmaciones de un libro, me es grato preguntar al autor como él entiende lo dicho, y si es hombre digno de crédito, me dejará satisfecho su explicación. Mucho más contento dejará la explicación divina de los puntos difíciles de las Escrituras al corazón del verdadero buscador de la verdad. El Señor desea hacerse conocer a los que le buscan. Acude a él para conocer la verdad. Acude sin demora a la oración y ruega: “OH Espíritu Santo, guíame a la verdad. Lo que no comprendo, enséñamelo tú.”
Por otra parte, si la fe te parece difícil, es fácil que Dios el Espíritu Santo te haga capaz de creer, si oyes con mucha frecuencia lo que se te manda creer. Creemos muchas cosas, porque las hemos oído tantas veces: ¿No has notado en la vida diaria que si oyes una cosa cincuenta veces al día, por fin acabas de creerla? Por este proceso muchos han llegado a creer cosas inverosímiles, y por tanto no me extraña, si el buen Espíritu Santo bendice este método de oír la verdad con frecuencia, usándolo para producir la fe respecto a lo que se debe creer.
Está escrito:”La fe viene por el oír;” y por lo mismo, oye con frecuencia. Si sincera y atentamente continuo oyendo el evangelio, uno de estos días me hallaré creyendo lo que oigo, mediante la bendita operación del Espíritu de Dios en mi mente. Solamente que tengas cuidado de oír el evangelio y no lo que está calculado a despertar dudas en tu mente, ya sea por discursos o lecturas.
Más si esto te pareciera consejo pobre, añadiría a continuación: Toma en cuenta el testimonio de otros. Los samaritanos creyeron a causa del testimonio de lo que la mujer les había dicho acerca de Jesús. Muchas de nuestras creencias nacen del testimonio de otros. Yo creo que existe un país llamado Japón. Nunca lo he visto, y, sin embargo, creo que hay tal país, porque otros lo han visto. Creo que moriré. Nunca he muerto, pero muchísimos de mis conocidos han muerto, y por lo tanto estoy convencido de que yo moriré también. El testimonio de los muchos me persuade del hecho. Escucha, por tanto, a los que te refieren cómo fueron salvos, cómo recibieron el perdón, cómo se transformó su carácter. Si prestas atención, notarás que alguien precisamente como tú ha sido salvo. Si has sido ladrón, hallarás que otro ladrón lavó sus culpas en la sangre preciosa de Jesucristo. Si por desgracia has sido impuro, hallarás que personas caídas como tú han sido levantadas, purificadas y transformadas. Si te hallas en condición desesperada y te mueves un poco en el círculo del pueblo de Dios, pronto descubrirás que algunos de los santos, se han visto tan desesperados como tú, y hallarán verdadero placer en contarte cómo el Señor les libró. Conforme vas escuchando a uno tras otro de los que han puesto a prueba la palabra de Dios, hallándola verdadera, el Espíritu divino te conducirá a la fe.
¿No has oído hablar del africano, al cual dijo el misionero que en su país el agua se volvía a veces tan dura que el hombre podía andar por encima de la misma? Muchas cosas podía creer el africano, pero eso, nunca. Cuando una vez fue el negro a Inglaterra, pudo ver un río helado, pero no se atrevía a meter el pie en el hielo. Sabía que el río era profundo, y temía ahogarse, si procuraba andar sobre el hielo. No se le pudo persuadir que probara, hasta que viera a su amigo y otros muchos atravesar el río andando sobre el hielo. Entonces quedó persuadido y anduvo confiado, donde otros se habían adelantado. Así puede ser que tú, viendo a otros creer en el Cordero de Dios y notando como disfrutan de paz y gozo, seas conducido agradablemente a creer. La experiencia de otros es uno de los caminos de Dios por donde nos conduce a la fe. Pero sea como fuere, una de dos, has de creer en Cristo o morir: no hay esperanza fuera de Cristo.
Pero un plan mejor es este: fíjate en la autoridad sobre la cual se te manda creer, y esto te ayudará grandemente. La autoridad no es mía: esta podría bien rechazar. Ni es la de ningún líder de ninguna religión, que bien podrías rechazar. Es sobre la autoridad de Dios mismo que te manda creer. El mismo te manda a creer en Jesucristo, y no debes negar obediencia a tu Hacedor. El capataz de ciertas obras había oído hablar de Dios muchas veces, pero se inquietaba dudando que acaso nunca acudiera a Cristo. Un día su buen patrón le envío una tarjeta diciendo: “Venga a mi casa tan pronto termine hoy el trabajo.” Apareció el capataz a la puerta de su patrón; salió este y le dijo en tono brusco: “¿Qué quiere usted, Juan, que me viene a molestar a estas horas? El trabajo del día se ha terminado, ¿con qué derecho se presenta usted aquí?” –“Señor,” contestó el capataz, “recibí una tarjeta de usted diciéndome que terminado el trabajo viniera aquí.” “¿Quiere decir que por la sola razón de recibir una tarjeta mía invitándole a mi casa, debiera usted venir y hacerme salir después de terminadas las horas de negocio del día?” “Bien Señor,” respondió el capataz, “no le comprendo, pero me parece que ya que usted envío por mí, tenía yo derecho a venir.” “Pues entre, Juan,” dijo el patrón, “aquí tengo otro mensaje de invitación para usted.” Y sentándose le leyó estas palabras: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, que yo os haré descansar.” Piensas que, después de recibir este mensaje de Cristo mismo, que harás mal en acudir a El?” Ya comprendió el pobre capataz todo inmediatamente, y creyó en el Señor Jesús para vida eterna, porque ya comprendió que tenía buena autoridad y garantía para creer. Así tú, pobre alma, tienes la mejor oportunidad para creer y por fe acudir a Cristo, porque el Señor mismo te manda confiar en El.
Si esto no produce fe en ti, piensa en lo que debes creer, a saber que el Señor Jesucristo sufrió en lugar de los pecadores y es poderoso para salvar a todos los que creen en El. Por cierto, este es el hecho más bendito que la humanidad ha oído que debiera creer: el hecho más a propósito, más consolador, mas divino que jamás ha llegado a oído de hombre. Te aconsejo que pienses mucho en El, y que escudriñes la gracia y el amor que contiene. Estudia los cuatro evangelios y las epístolas del apóstol Pablo, a ver luego si el mensaje no es tan digno de aceptación que te veas constreñido a creerlo.
Si esto no basta, medita en la persona de Cristo: piensa en quién es, qué hizo, dónde está, y qué es. ¿Cómo puedes dudar de él? Es cruel desconfiar del siempre fidedigno Jesús. Nada ha hecho que merezca desconfianza; al contrario, debiera ser fácil confiar en El. ¿Por qué crucificarle de nuevo por la incredulidad? ¿No es eso coronarle de espinas y escupir en su rostro de nuevo? ¿Qué? ¿No es digno de confianza? ¿Qué insulto mayor que este podían inferirle los soldados? Le hicieron mártir; pero tú le haces embustero, lo que es peor. No preguntes: “¿cómo podré creer? Pero responde a otra pregunta: ¿cómo podré descreer?”
Si ninguna de estas cosas te sirven, hay algo en ti fundamentalmente malo, y mi última palabra será: Sométete a Dios. Prejuicio u orgullo está en el fondo de tú incredulidad. Líbrete el Espíritu Santo de tú enemistad, haciéndote sumiso. Pues eres rebelde, orgulloso, pervertido, y ésta es la razón porque no crees en tu Dios. Cesa tú rebeldía, entrega las armas, entrégate humillado, sométete a tú Rey. Creo que nunca un alma levantó los brazos desesperada, exclamando: “Señor, me entrego,” sin que la fe le viniera a ser cosa fácil. La causa de tu incredulidad es que estás en pleito con Dios, resuelto de seguir tu propia voluntad y tu propio camino. “¿Cómo podéis vosotros creer que tomáis la gloria los unos de los otros?” dijo Cristo. El yo orgulloso es el padre de la incredulidad. Sométete, hombre, mujer. Entrégate a Dios, y así te será fácil creer en el Salvador. Opere el Espíritu Santo secreta pero eficazmente en tu corazón, llevándote a la fe en el Señor Jesús en este mismo momento. Así sea.

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