domingo, 17 de febrero de 2008

LA REGENERACION Y EL ESPIRITU SANTO

“os es necesario nacer otra vez.” Esta palabra de nuestro Señor parece haber sido en el camino de muchos la espada encendida, como la de los querubines que se revolvía a la puerta del paraíso. Han caído en el desespero, porque este cambio está más allá de todos sus esfuerzos. El nacimiento de nuevo es de arriba y por lo tanto no es cosa que está en el poder humano efectuar. Lejos está de mi negar o encubrir aquí una verdad que podría inspirar un consuelo falso. Admito buenamente que el nuevo nacimiento es sobrenatural y que no es obra que el pecador pueda llevar a cabo por sí mismo. Sería para el lector de poca utilidad, si fuera bastante malo para animarle, tratando de persuadirle de rechazar u olvidar lo que es una verdad indiscutible.
Pero ¿no es digno de notarse que este mismo capítulo, en que el Señor declara que el nuevo nacimiento es de arriba y obra divina, contiene también la afirmación más potente que la salvación es por fe? Lee el capítulo entero, Juan 3 y para en sus primeros versículos. Es verdad que el versículo tercero dice:
“Respondió Jesús y le dijo: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere otra vez, no puede ver el reino de Dios.”
Pero luego los versículos catorce y quince hablan como sigue:
“Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna.”
El versículo diez y ocho repite la misma doctrina bendita en los términos más amplios, diciendo:
“El que en él cree, no es condenado; más el que no cree, ya es condenado, porque no creyó en el nombre del unigénito Hijo de Dios.”
Es evidente a toda luz que estas dos afirmaciones deben estar de perfecto acuerdo, ya que salieron de los mismos labios y constan en una misma página inspirada. ¿Por qué nos creamos nosotros una dificultad donde no es posible que la haya? Si una afirmación nos asegura que para la salvación se requiere una cosa que sólo Dios puede proporcionarnos y si otra afirmación nos asegura que el Señor concederá a todos cuantos creen todo cuanto declara necesario para la salvación. De hecho el Señor produce el nacimiento nuevo en todos cuantos creen en Jesús; su fe es la manifestación más palpable de que hayan nacido de arriba.
Confiamos en Jesús que hará lo que no somos capaces de hacer nosotros: si estuviera la cosa en nuestro poder; ¿por qué acudir a él? De nuestra parte toca creer, de la parte del Señor toca crear la vida nueva en nosotros. El no quiere creer por nosotros, ni debemos nosotros hacer la obra de la regeneración por él. Basta para nosotros obedecer su mandamiento creyendo; al Señor corresponde obrar el nacimiento nuevo en nosotros.
El que pudo bajar hasta el extremo de morir en la cruz por nosotros, puede y quiere concedernos todas las cosas necesarias para nuestra seguridad eterna.
“Pero un cambio de corazón que salva es obra del Espíritu Santo.” La segunda obra de la gracia. Esto es verdad ciertísima y lejos sea de dudarlo u olvidarlo. Pero la obra del Espíritu Santo es obra en secreto y misteriosa y sólo se puede conocer por los resultados. Hay misterios en nuestro nacimiento natural que sería curiosidad profana intentar penetrar: más aún es esto el caso tratándose de las operaciones sagradas del Espíritu de Dios. “El viento sopla de donde quiere y oyes su sonido; más ni sabes de donde viene, ni adonde vaya: así es todo aquel que es nacido del Espíritu.” Tanto sabemos, sin embargo, que la obra misteriosa del Espíritu Santo no puede constituir razón alguna para que rehusemos creer en Jesús, de quien este mismo Espíritu rinde testimonio.
Si se diera a una persona el encargo de sembrar un campo, no podría excusarse de su negligencia diciendo que no valdría la pena sembrar, a no ser que Dios hiciera brotar la semilla. No quedaría justificada su negligencia de no labrar la tierra por la razón de que la energía secreta de Dios tan solo puede producir una cosecha. Nadie queda impedido o parado en las tareas ordinarias de la vida por la razón de que “si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los edificadores.” Es cierto que quien cree en Jesús, jamás hallará que el Espíritu Santo se niegue a obrar en él: el hecho es que su fe es prueba de que el Espíritu ya está obrando en su corazón.
Dios obra providencialmente, pero no queda parada por eso la humanidad. No se podrían mover los hombres sin el poder divino, concediéndoles vida y fuerza y no obstante proceden en sus tareas sin cavilar, recibiendo fuerza de día en día de parte de Aquel en cuyas manos está su aliento y todos sus caminos. Así sucede en la esfera espiritual. Nos arrepentimos y creemos, aunque no podríamos hacer lo uno ni lo otro, si el Señor no nos capacitara para ello. Volvemos la espalda al pecado confiando en Jesús y luego percibimos que el Señor ha obrado en nosotros tanto el querer como el hacer, según su beneplácito. Inútilmente pretendemos que en este asunto haya dificultad.
Algunas verdades que es difícil explicar por palabra, son muy sencillas en la experiencia. No hay contradicción entre la verdad que el pecador cree y que su fe es obra del Espíritu Santo. Sólo la estupidez puede llevar al hombre a estancarse en enigmas respecto a cosas sencillas, cuando se hallen en peligro sus almas. Nadie rehusaría entrar en un bote salvavidas por no conocer el peso, preciso de los cuerpos; ni el medio muerto de hambre rehusaría comer por no conocer todo el proceso de la nutrición. Si tu querido lector/a, no quieres creer hasta que comprendas todos los misterios, nunca te salvarás; y si permites dificultades de invención propia impedirte aceptar el perdón mediante la fe en tu Señor y Salvador, perecerás por una condenación bien merecida. No cometas suicidio espiritual entregándote apasionadamente a la discusión de sutilezas metafísicas.

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