martes, 12 de marzo de 2019

PORQUE HAY UN SOLO DIOS, Y UN SOLO MEDIADOR ENTRE DIOS Y LOS HOMBRES, JESUCRISTO HOMBRE

1 Timoteo 2:5 La obra mediadora de Cristo La idea de mediación entre Dios y los hombres (o entre los falsos dioses y sus engañados adoradores) es un factor esencial en casi todas las religiones, y, divorciada de la revelación divina, ha dado lugar a muchas y funestas manifestaciones de sacerdotalismo. Limitándonos al teísmo, que afirma la existencia de un Dios personal, Creador y Sustentador de todas las cosas (y que no ha de confundirse con el deísmo), es evidente el abismo que separa al hombre, pequeño en sí y degradado de su primitiva nobleza por la Caída, del Dios omnipotente, sublime y santísimo; y la mente pensadora y la conciencia sensible no pueden por menos que gemir con Job: "(Dios) no es hombre como yo para que yo le responda y vengamos juntamente a juicio. No hay entre nosotros árbitro que ponga su mano sobre nosotros dos" (Job 9:32-33). La distancia es real y el abismo que media entre el Dios creador, único Arbitro moral, y el hombre en su pecado, es tan inmenso e insondable que produce vértigo en quien lo contempla; pero la dificultad se ha aumentado aún más en el pensamiento de algunos a causa de ciertos conceptos filosóficos y religiosos, que se han infiltrado en el cristianismo a través del platonismo, que estiman toda obra material como muy inferior al "espíritu", llegando hasta pensar que la materia es origen y sede del mal. No es ésta la doctrina bíblica, pero explica el afán religioso de proveer mediadores entre la sublimidad espiritual de Dios y el mundo material habitado por los hombres, cuyos espíritus, según tales conceptos, se hallan "encarcelados" en el cuerpo. Frente a tales nociones, Pablo redactó la Epístola a los Colosenses en la que recalca que sólo Cristo "llena" el abismo y anula la distancia, uniendo al creyente con Dios por su "plenitud", siendo peligrosísima toda idea de jerarquías de mediadores angelicales. Al considerar el concepto de mediación en las Escrituras tenemos que librar nuestra mente de tales ideas filosófico religiosas, ateniéndonos únicamente a lo revelado por Dios. Según la revelación bíblica, Dios mismo creó el mundo material, declarando después que era "bueno en gran manera"; por lo tanto, el hecho de asociarse el alma y el espíritu con un cuerpo material, no constituye en sí barrera entre el hombre y Dios (Gn 1:31). El mal hizo su entrada en el mundo material desde afuera, donde ya se había manifestado en esferas espirituales, pero rebeldes, y su injerencia en la vida humana levantó en el acto una barrera que cortó la comunión entre el Creador y su criatura. Con todo, fue Dios, según el principio de la gracia que ya hemos estudiado, quien tomó la iniciativa con el fin de buscar al ser caído y señalarle el camino de retorno (Gn 3:8-21). Ya hacía falta mediación, pero el sagrado misterio de la Trinidad permitió una obra mediadora entre Dios y el hombre sin que tuviesen que intervenir otros seres (excepto en el caso especial y limitado de Moisés y los ángeles cuando fue dada la Ley), toda vez que el Hijo eterno, Mediador ya desde el principio de todo lo creado, pudo ser designado como Revelador del Padre y Redentor frente al nuevo y trágico hecho del pecado en el hombre. La obra típica de mediación es la que el Dios Hombre, declarado Sacerdote eternamente según el orden de Melquisedec, lleva a cabo desde la Diestra de Dios en esta dispensación, pero hay indicios bíblicos que señalan al Hijo como Mediador con anterioridad a la Encarnación, y que merecen nuestro estudio reverente, ya que ensanchan los horizontes de este sublime tema. El Mediador y la creación 1. El Hijo, Creador, Sustentador y Revelador Las relaciones entre el Hijo eterno (o el Verbo, que es el título complementario) y todo lo creado, se describen principalmente en (Jn 1:1-4) (Col 1:13-16) con (He 1:2-3). En todos estos pasajes hallamos claras declaraciones de que todas las cosas y todos los seres sin excepción alguna fueron creados por el Hijo como Agente ejecutivo del Trino Dios, siendo él también quien sustenta todas las cosas, porque sólo en él subsisten (He 1:3) (Col 1:17). Juan le presenta como la Vida, que no sólo vivifica, sino que llega a ser la luz de los hombres, quienes no pueden recibir iluminación o revelación aparte de él. En este Mediador toda la plenitud de la Deidad tuvo complacencia en habitar, para llenar toda necesidad en la criatura (Jn 1:16) (Col 1:19) (Col 2:9-10). Al emplear Juan la voz "Logos" ("Palabra" o "Verbo") en el prólogo de su Evangelio para señalar aquel que revela al Padre y crea todas las cosas, echó mano a un término muy conocido en la filosofía griega como equivalente a la "razón divina" que ordenaba el universo. Más importante, sin embargo, es el enlace del vocablo con la revelación anterior del Antiguo Testamento, ya que recoge y amplía el sentido de las referencias a la Palabra ejecutora de Dios que hallamos en pasajes como el (Sal 33:6) e (Is 55:11), y que tendía a personificarse en el uso hebreo. Muy relacionado con la Palabra es el concepto de la Sabiduría, que pensaba, llamaba y obraba, y que se plasma en una evidente personificación en (Pr 8:22-31): "Cuando (Dios) establecía los fundamentos de la tierra, con él estaba yo, ordenándolo todo y era su delicia de día en día... me regocijo en la parte habitable de su tierra; y mis delicias son con los hijos de los hombres". El concepto nebuloso y algo descarnado de la revelación anterior halla maravilloso cuerpo y sustancia en el Hijo, y Juan, en el prólogo de referencia, establece la identidad entre el Verbo eterno y creador y Aquel que "fue hecho carne y habitó entre nosotros", como etapa culminante de su obra de revelación, de redención y de recreación. 2. El Hijo Mediador Tendremos ocasión de volver a considerar la obra sacerdotal de Cristo "según el orden de Melquisedec" más abajo, pero aquí podemos notar que un aspecto del parangón que se establece entre Cristo y Melquisedec en (He 7:1-10), basado sobre (Gn 14:18-20) y el (Sal 110:4) debe entenderse a la luz de la obra mediadora del Hijo desde el principio de toda creación. Melquisedec, sin duda una figura histórica y real, era un rey-sacerdote, que adoraba y servía al "Dios Altísimo, poseedor de los cielos y de la tierra", según el modelo primitivo de los reyes, jefes de tribu y patriarcas entre los cuales se guardaba aún la luz de la revelación original de Dios. Ejemplos tenemos de estos reyes-sacerdotes en Noé (Gn 8:20-21), en Abraham (Gn 12:8), en Isaac (Gn 26:25), en Jacob (Gn 35:7), además del caso notable e iluminador de Job, quien no era hebreo, pero que tenía profundos conocimientos de Dios y le servía, ofreciendo sacrificios, en medio de su familia y tribu (Job 1:5) (Job 42:8). Hay razones para creer que esta antigua institución, que arranca de la creación del hombre, era en sí trasunto de una verdad mucho más fundamental: la obra mediadora desde el principio de todo lo creado del Hijo de Dios, quien siempre ordenaba los asuntos humanos como Sustentador, y cuya obra futura de expiación y de redención era algo conocido y necesario desde antes de la fundación del mundo (Ap 13:8) (1 P 1:18-20) (2 Ti 1:9). Es verdad que Melquisedec era tipo del Rey-Sacerdote que había de ser manifestado, pero también es verdad que Melquisedec fue él mismo hecho semejante al Hijo de Dios en función de eterno Mediador, y así enlaza típicamente el pasado con el porvenir (He 7:3). Todo el énfasis en (He 7:1-10) recae sobre el orden de Melquisedec, y no tanto sobre la persona del rey de Salem. Siendo su sacerdocio reflejo de la obra del Mediador divino desde el principio, y un anticipo de la renovada mediación después de la Obra de la Cruz, que era superior a todas luces a Aarón en su obra parentética y temporal, que sólo podía revestirse de importancia hasta la consumación del sacrificio, cuando la "sombra" desapareció al manifestarse la "sustancia". Los mediadores del Antiguo Testamento 1. Los intercesores Toda obra mediadora en relación con Dios tiene por objeto mantener la comunión entre él y la criatura, y por ende es natural que los guías del pueblo de Israel se vieran frecuentemente en la necesidad de interceder por sus compatriotas, ya que éstos caían con tanta frecuencia en pecados que entorpecían tal comunión. Desde luego no había en el antiguo régimen ningún ser puro y sin culpa que pudiera interceder por otros sobre la base de su propia perfección, pero sí se hallaban guías que comprendían la voluntad de Dios para el pueblo en su día, pudiendo interceder sobre la base de las promesas que Dios había otorgado. Igual podemos decir de los jefes de familias y de tribus. a) Job. Ya hemos notado que este santo varón se preocupaba por el estado espiritual de sus hijos, intercediendo por ellos y ofreciendo holocaustos. De igual forma tuvo el privilegio de interceder por los amigos que tanto le habían afligido el alma (Job 1:5) (Job 42:8-10). He aquí una típica función mediadora en el plano humano, bien que la eficacia de toda intercesión de los hombres por los hombres dependía de la expiación de los pecados que por fin había de realizar aquel que "oró por los transgresores" (Is 53:12). b) Abraham. La intercesión de Abraham a favor de Lot es modelo clásico del "amigo de Dios", quien, con conciencia limpia, y preocupado por otros que no habían sabido vivir a la altura de su profesión, rogaba con santa insistencia por ellos. Sin duda, lo poco que pudo salvarse de Sodoma, apenas más que la mera vida de Lot, se debió al "mediador" (Gn 18:23-32). c) Moisés. Después del Éxodo Moisés llevaba de forma especial la carga espiritual del pueblo de Israel, y llega a ser por excelencia el intercesor que sabía colocarse "en el portillo" ("brecha"), alegando las promesas de Dios a favor del pueblo que tan pronto se había olvidado de sus compromisos frente a Dios. Caso notable fue su ruego: "Que perdones ahora su pecado, y si no, ráeme ahora de tu libro que has escrito" (Ex 32:30-32) (Sal 106:23). d) Samuel fue rechazado por el pueblo como el caudillo que representaba la teocracia, y comprendía muy bien los motivos carnales que habían inducido al pueblo a pedir un rey. Con todo, sólo la muerte pudo terminar su obra de intercesión a su favor: "Lejos sea de mí que peque yo contra Jehová cesando de rogar por vosotros" (1 S 12:23). Representaba la larga línea de profetas que, habiendo recibido frecuentes oráculos de juicio frente al pueblo rebelde, con todo no dejaban de elevar sus peticiones a su favor (Dn 9:3-19). Todos estos piadosos varones, que se identificaban con el pueblo al par que procuraban salvarles de sus fracasos, son tipos del gran Intercesor que vino para identificarse con el pueblo perdido, y, habiendo efectuado la obra de salvación, "vive eternamente para interceder por ellos" (He 7:25). 2. El sacerdocio aarónico En el estudio sobre los pactos bíblicos, hacemos constar la enorme importancia del régimen levítico en la historia de Israel, ya que las segundas tablas del Decálogo se hallaban en el Arca del Pacto sobre la cual era esparcida la sangre del sacrificio del Día de Expiaciones, haciendo posible que continuase siendo el Trono del Dios justo, donde manifestara su presencia, a pesar de haber quebrantado el pueblo todas las provisiones del pacto. Al constante derramamiento de sangre correspondía la obra, en el plano humano, del sumosacerdote, en quien se concentraban las funciones mediadoras del régimen de sombras, y que se describen con admirable nitidez en (He 5:1-4): "Porque todo sumo sacerdote tomado de entre los hombres es constituido a favor de los hombres en lo que a Dios se refiere, para que presente ofrendas y sacrificios por los pecados". Por una parte estaba completamente identificado con el pueblo de donde fue "tomado". Por otra parte tenía que ministrar en lo que atañía a Dios en los cultos ordenados. El contacto humano fue perfecto y fácil, siendo Aarón hombre de iguales pasiones que los demás, y necesitando ofrecer sacrificios por sí mismo antes de poder actuar simbólicamente a favor de otros. El contacto con Dios fue dificilísimo, y la entrada al Lugar Santísimo se limitó por fin a un solo día en el año, el de Expiaciones, y fue rodeado de grandes precauciones (Lv 16:1-14) (He 9:6-10). Veremos que en el caso del Sumo Sacerdote de esta dispensación pasó todo lo contrario. Con todo, y dentro del régimen preparatorio de sombras, se destacan en Aarón y sus sucesores las típicas funciones de un mediador. Notemos el hermoso detalle de llevar engastados en el pectoral, sobre su corazón, los nombres de las doce tribus de Israel, "por piedras memoriales para los hijos de Israel, como Jehová había mandado a Moisés" (Ex 39:6-7). El sacerdocio aarónico se relaciona siempre con los repetidos sacrificios que hablaban, por el hecho mismo de su repetición, de un sacrificio final que aún no se había efectuado. El rito llega a su punto culminante en el Día de Expiaciones, y la Epístola a los Hebreos reitera una y otra vez, que, al consumarse la gran Ofrenda una vez para siempre en la "consumación de los siglos", todo sacrificio de sangre pierde su valor y significado, y, por consiguiente, el sacerdocio aarónico se retira, habiendo cumplido su función parentético y temporal (He 9:26) (He 10:10,14) (He 7:11-28). El solo Mediador El aspecto general de la obra. La obra mediadora de Cristo se relaciona siempre con el Sacrificio por el pecado, ya que es la ofensa contra la justicia de Dios que impide la comunión y que necesita quitarse de en medio. Antes de pasar a las detalladas enseñanzas de la Epístola a los Hebreos, debemos notar la gran declaración de Pablo en (1 Ti 2:5) "Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre". Si examinamos el contexto de este conocido versículo veremos que no es sólo que "Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios" (1 P 3:18), sino que la misma continuidad de la raza y las relativas bendiciones que reciben los hombres dentro del actual orden social, dependen de la "satisfacción" que se ofrendó frente a las justas exigencias de Dios en el Gólgota. Al principio del capítulo Pablo recalca la necesidad de la oración a favor de todos los hombres, con mención especial de cuantos se hallan en eminencia, a fin de que sea posible una vida tranquila y normal para todos. Luego nota que este buen orden es agradable al Dios que "quiere que todos los hombres sean salvos y que vengan al conocimiento de la verdad", y a renglón seguido adelanta la gran declaración que nos ocupa. Cualquier bien, pues, que llega a los hombres, aun a aquellos que rechazan la gracia divina, depende de la obra del único Mediador, en cuyas manos Dios ha encomendado todas las cosas (Jn 13:3). Pero esta obra mediadora, completa en el caso de los salvos, y necesaria para el desarrollo de la vida humana de todos, halla su base en el sacrificio de expiación, por cuya causa el apóstol añade en seguida: "El cual (Cristo) se dio a sí mismo en rescate por todos, de lo cual se dio testimonio a su debido tiempo" (1 Ti 2:6). El Mediador del Nuevo Pacto Cristo se llama el "Mediador del nuevo pacto" (o "de un pacto mejor") en (He 8:6) (He 9:15) (He 12:24). En la versión Reina Valera de (He 9:15) la palabra que hallamos es "testamento", pero es mejor traducir la voz griega, "diathéké" siempre por "pacto". Un pacto es un acuerdo o concierto convenido entre dos personas o entidades que garantiza ciertos beneficios, obligándose las dos partes a cumplir las obligaciones estipuladas. La voz hebrea "berith" se relaciona etimológicamente con el verbo "cortar", y probablemente significa todo acuerdo que se solemnizaba por ofrecer una víctima inmolada (Gn 15:9-10) (Jer 34:18-19). Es natural la idea de mediación en relación con un pacto, operando la tercera persona para poner de acuerdo las partes contratantes, y para vigilar por el cumplimiento de las condiciones. El título de Cristo como "Mediador del nuevo pacto" ha de destacarse sobre el fondo de los dos pactos que determinaron la relación de Jehová con su pueblo Israel, el abrahámico y el mosaico. El pacto del Reino concertado con David es también muy importante, pero no entra tan directamente en el tema del Nuevo Pacto (2 S 7:8-16). 1. El pacto de Dios con Abraham Pablo recalca mucho que este pacto, detallado en (Gn 15) como confirmación de la promesa de (Gn 12:1-3), fue obra exclusiva de la gracia de Dios, siendo unilateral e incondicional, ya que Dios garantizó las bendiciones sin pedir a Abraham más que la necesaria fe para recibir lo que Dios proveía (Ga 3:14-18). Más tarde este aspecto se subrayó aún más, ya que Dios "interpuso juramento", o sea, la garantía absoluta de su Persona y Palabra (Gn 22:16-18) (He 6:13-20). Pablo insiste también que la Ley dada en el Monte Sinaí no pudo anular lo que Dios había pactado con Abraham 430 años antes, de modo que quedó en operación para la bendición de los fieles a través de los siglos y no perdió su validez por la disciplina parentética del sistema legal. Por fin se recoge y se cumple en el Nuevo Pacto garantizado por Cristo y sellado con su sangre. Notemos, sin embargo, que fue solemnizado por el sacrificio como todo verdadero "berith", lo que habla de la obra de la expiación, única base para la manifestación de la gracia de Dios (Gn 15:9-10) (He 9:13-17). 2. El pacto de Sinaí El Nuevo Pacto se enlaza con el abrahámico y se contrasta con el sinaítico, cumpliendo el primero y sustituyendo al segundo. El pueblo de Israel aceptó las condiciones que Dios les impuso por medio de Moisés al pie del monte reiterando: "Haremos todas las palabras que Jehová ha dicho" (Ex 24:3). El pacto sinaítico, pues, dependía no sólo de Dios, sino de la actitud y la obra del pueblo que se comprometió a cumplir condiciones imposibles a hombres pecadores. Hay un sentido más amplio en que este pacto estipula que Israel ha de ser el "pueblo de Dios", y que Jehová ha de ser "el Dios de ellos", y tal relación puede ser renovada en varias ocasiones durante los siglos venideros, pero en cuanto al cumplimiento de la Ley como "condición", el pacto "se envejecía" y desde el primer momento por falta del cumplimiento de las condiciones de parte del pueblo. Ya hemos visto que se "subsanaba" el fracaso del pueblo contratante por el derramamiento de la sangre y por la inauguración del sistema levítico que hablaba anticipadamente de la obra de la Cruz (He 8:6-13) (He 9:18-22). Es evidente que Moisés actuaba como mediador de parte del pueblo en este pacto (Ex 19:10-25) (Ex 20:18-21) y se habla también de una mediación misteriosa de parte de ángeles, sin que podamos saber en qué consistía (He 2:2) (Ga 3:19). El hecho es que el pacto de las obras, por su misma naturaleza, suponía una separación entre Dios y el pueblo contratante, por lo cual Pablo subraya la superioridad del pacto con Abraham precisamente por depender únicamente de la operación directa de Dios sin necesidad de intermediarios (Ga 3:17-20). Por el hecho de volver el pecado en transgresión, y por obligar al hombre a desesperarse de sí mismo y de sus obras, el pacto de Sinaí preparó el terreno para el Nuevo; pero por su naturaleza, siendo legal y "de obras", es totalmente opuesto a la obra de gracia que fue sellada con la sangre del Cordero. 3. El Nuevo Pacto Su naturaleza Se enlaza con el pacto abrahámico por ser una obra de pura gracia, pero el Nuevo Pacto señala la consumación de la obra, o sea, la manifestación del designio eterno de Dios en Cristo para la redención del hombre, mientras que lo pactado con Abraham no pasaba de ser un preludio que necesitaba el Nuevo Pacto para darle validez. Dios mismo garantizaba todo en el pacto con Abraham, y actuaba, por decirlo así, como su propio "Mediador". De igual forma es el Hijo, el Dios-Hombre, quien es llamado el Mediador del "Nuevo pacto", y no tenemos que pensar en nadie fuera del Trino Dios que tuviera que "ablandar" su corazón para hacer posible la redención. Al mismo tiempo, siendo el Mediador "Jesucristo Hombre", pudo representar perfectamente la raza redimida. Repetimos que el "Nuevo Pacto" es la manifestación del designio eterno de Dios para la bendición del hombre, de acuerdo con lo que exigía su propia naturaleza, justa y misericordiosa a la vez, y en tal concierto no hay nada que el hombre puede aportar, ni mérito alguno que añadir. Sólo el sublime misterio de la Cruz puede ser su base intangible (2 Ti 1:9-10). La profecía de Jeremías Basándose en el fracaso del viejo pacto de obras, Jeremías, en oráculo divino, anunció el hecho futuro del Nuevo Pacto, que si bien interesaba en primer término a Israel, señalaba también una nueva etapa en la historia de la humanidad (Jer 31:31-34) (He 8:6-13). El Antiguo Testamento, pues, nos deja con la esperanza de un "acuerdo" divino que había de hacer posible una obra duradera de gracia en el corazón del hombre. La declaración del Señor en la Santa Cena Es el mismo Señor quien recoge la profecía de Jeremías y el sentido íntimo del pacto abrahámico, señalando su inminente cumplimiento en su persona y obra en la víspera de la crucifixión: "Y tomando la copa, y habiendo dado gracias, les dio, diciendo: Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados" (Mt 26:27-28). Llegamos aquí a la consumación del concepto de un pacto divino, un pacto de gracia, viendo que nada se exige del hombre, sino que se pone de manifiesto un designio de bendición, realizado totalmente en Cristo, y que depende del derramamiento de la sangre (la obra de propiciación) como medio para la remisión o "alejamiento" del pecado (Tit 2:14). Es para "muchos", porque aquí el Señor recalca la bendición de cuantos recibieran el testimonio divino para atestiguar que "Dios es veraz" (Jn 3:33). El Nuevo Pacto en la Epístola a los Hebreos Ya hemos notado el título de "Mediador del Nuevo Pacto" que hallamos en (He 8:6) (He 9:15) (He 12:24). De hecho el Nuevo Pacto, administrado por el Sumo Sacerdote eterno sobre la base de la ofrenda del Gólgota, es el tema de una amplia sección de la epístola desde (He 8:1) hasta (He 10:18). Lo que es implícito en la declaración del Señor en la Cena llega a ser explícito en estas profundas enseñanzas, puesto que el pacto ya "viejo" de Sinaí había caducado en vista del incumplimiento de sus condiciones, mientras que la profecía de Jeremías se cumple en Cristo por el hecho de quitarse el pecado mediante la expiación, representada por el derramamiento de la sangre. De la manera en que la validez de los pactos dependía de la consumación de una muerte, la de la víctima inmolada que lo solemnizaba, así el Nuevo Pacto es válido porque la muerte del Dios-Hombre ha intervenido al efecto de garantizar todas sus condiciones. Por eso no podrá ser anulado jamás, y todas las bendiciones que promete prosperarán en las manos del Mediador. En (He 12:22-24) hallamos una hermosa descripción del Monte de Sión que es figura aquí de la esfera de la gracia en contraste con las amenazas del Monte de Sinaí, y quienes acuden allí para disfrutar de la comunión de los redimidos hallan "a Jesús, el Mediador del nuevo (reciente) pacto, y la sangre rociada que habla mejor que la de Abel" (He 12:24). De nuevo la función del Mediador depende del valor perdonador de su propia sangre. 4. El pacto eterno Al final de la epístola el autor prorrumpe en una hermosa bendición: "El Dios de paz, que resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo, el Gran Pastor de las ovejas, por la sangre del pacto eterno, os haga aptos en toda obra buena" (He 13:20-21). Es evidente que en el pensamiento del autor inspirado tanto el triunfo de la resurrección de Cristo, como la obra del Gran Pastor frente a su rebaño, se efectúan por medio de la potencia de la sangre de un pacto eterno, o sea, por el designio eterno de gracia hecho efectivo por la obra de la expiación de la Cruz. El pacto eterno es el propósito del Trino Dios de bendecir a los hombres en Cristo y el concepto concuerda con las enseñanzas de (Ef 1:3-7) (1 P 1:18-21) (Ap 13:8). Desde luego, lo que arranca de la eternidad, antes de los tiempos de los siglos, ha de tener duración eterna, siendo independiente de la fluctuación de los "siglos" que se desarrollan bajo el signo del pecado (Tit 1:2-3) (2 Ti 1:9-10). La obra mediadora del Sumo Sacerdote 1. El sacerdocio aarónico cede ante el sacerdocio real Reiteramos la importante distinción entre la obra sacerdotal que Cristo realizó sobre la tierra, en cumplimiento del tipo de Aarón, y la que inauguró al ser exaltado a la Diestra de Dios. En la Cruz actuó como sacerdote y víctima a la vez, ya que se repite muchas veces que "se ofreció a sí mismo" en ofrenda de expiación, ante el Trono de Dios, sin la intervención de otro agente. La consumación del sacrificio de infinito valor, esperado y tipificado a través de los siglos, puso fin al régimen levítico cuyas sombras desaparecieron con la manifestación de la sustancia del designio eterno (He 7:11-19)(He 9:9-13) (He 10:1-14). Pero si bien un "sacerdocio" fue cumplido, llegando a su fin por la Obra de la Cruz, otro de no menos importancia, y de excelsa gloria, fue iniciado al pasar el Redentor triunfante a través de los cielos para presentarse delante del Trono de Dios. Según la figura que examinaremos "se sentó a la Diestra de Dios" con el fin de administrar los bienes conseguidos por su obra en la tierra, disponiendo ya de "toda autoridad en el cielo y en la tierra" para el adelanto de su Reino después de haber derrotado a Satanás, y compartiendo el Trono con su Padre hasta que vea a todos sus enemigos puestos por estrado de sus pies (Mr 16:19-20) (Hch 2:32-36) (He 1:3) (He 2:9) (He 4:14) (He 6:20) (He 8:1-2)(He 10:12-14). El sacerdocio aarónico no es adecuado para representar esta etapa de consumación y triunfo, bien que algunas características permanecen, de modo que el Espíritu Santo nos ha provisto en los capítulos 5 a 7 de Hebreos del simbolismo del Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec. La "clave" para entender el argumento se halla en el Salmo 110, donde la declaración de Dios, frente al Mesías: "Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec", indicó un sacerdocio mesiánico de una naturaleza distinta del de Aarón, y posterior a su consumación. Será también, según el primer versículo del mismo salmo, un sacerdocio real y vencedor, en cumplimiento también de la profecía de (Zac 6:12-13): "Dominará en su trono y habrá sacerdote a su lado". 2. La Diestra de Dios La designación del lugar del ministerio triunfal del Hijo Sacerdote se llama también, con mayor solemnidad, la Diestra de la Majestad en las alturas, discerniéndose la figura de un potentado oriental a cuya diestra se sentaba el gran visir para ejecutar con máxima autoridad todos los decretos de su soberano. El Trono es el misterioso lugar de una manifestación especial de la gloria del Dios que es Espíritu y omnipresente, y allí el Hijo de Dios y Hombre triunfador administra con absoluta autoridad, y con todos los recursos de la potencia divina, los resultados de su propia obra de expiación, dirigiendo el curso de los acontecimientos hasta la manifestación de la victoria sobre el mal en todos sus aspectos. Pero esta suprema realeza y excelsa dignidad no le alejan de los suyos, toda vez que es "Jesús", el Hombre nacido de mujer, quien está allí, y quien quiso ser en todo como sus hermanos por el misterio de la encarnación, dignándose pasar por una escuela de dolor, de tentación, de prueba y de muerte "para venir a ser misericordioso y fiel Sumo Sacerdote en lo que a Dios se refiere" preparado para compadecerse de nosotros en nuestras debilidades (He 2:10-18) (He 4:14-5:10). La expresión "se sentó a la Diestra" no significa en manera alguna un período de inactividad, ya que el Hijo ministra de diversas maneras, sino señala la consumación de la obra redentora en contraste con la actuación siempre incompleta de Aarón. 3. La vida indisoluble del Mediador Al hablar de la obra sacerdotal en la tierra el énfasis recae necesariamente en la muerte de la víctima que se ofreció a sí mismo, pero al contemplar el sacerdocio de la Diestra de Dios las Escrituras enfatizan la vida indisoluble del Sacerdote que ha vencido el pecado y la muerte para siempre. En Hebreos se recalca el contraste entre la brevedad de la vida de los sacerdotes antiguos, cuya muerte cortaba siempre su ministerio, haciendo necesario que fuesen reemplazados por sus sucesores, y esta vida eterna y salvadora del Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec: "no constituido sacerdote conforme a la ley del mandamiento acerca de la descendencia, sino según el poder de una vida indestructible... permanece sacerdote para siempre..., éste, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos" (He 7:16,3,24-25). Por eso Melquisedec pudo servir de figura de su sacerdocio, ya que en las Escrituras, y por omisión providencial, se le ve "sin padre, sin madre, sin genealogía". Cristo no es sólo Vida, sino Resurrección y Vida ya que la vida que necesitamos los pecadores es la que ha vencido la muerte (Jn 11:25-26) (Ro 5:10). 4. El santuario La "Diestra del Trono" indica la realeza del Mediador y su ministerio activo que adelanta la consumación del Reino. Pero en la misma epístola a los Hebreos se habla de la entrada del Sumo Sacerdote en el santuario, perfilándose la figura sobre el fondo de las funciones de Aarón en el Día de Expiaciones. Volvemos, pues, hasta cierto punto, al simbolismo aarónico, pero con importantes diferencias, ya que Aarón no podía quedar en el Lugar Santísimo, y al año siguiente tenía necesidad de entrar de nuevo con la sangre de otra víctima. No sólo eso, sino que Aarón entraba solo y salía solo, mientras que Cristo entra como Precursor, a la cabeza de las multitudes de "creyentes sacerdotes" que tienen derecho de entrar en pos de su Sumo Sacerdote que se presenta allí. "Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos... no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención... Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran Sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos..." (He 9:11-14) (He 10:18-22). 5. Presentación e intercesión Aarón entraba en el Lugar Santísimo llevando la sangre que había de esparcir sobre el propiciatorio, pero se nota un cambio significativo en la fraseología de Hebreos en cuanto a la llegada del gran Sumo Sacerdote al Santuario celestial, pues no se trata ya de un sacrificio por cumplir, sino de una obra ya hecha, y de eterna eficacia. Por eso se dice que Cristo entró por medio de su propia sangre (He 9:12), o sea, en virtud de la obra de expiación ya realizada. Sobre tal base se adelantó "para presentarse ahora a favor nuestro en la presencia de Dios". No hace falta ahora repetir ninguna clase de sacrificio de sangre, ni salpicar la sangre como símbolo de la vida entregada, pues basta la presencia del Cordero inmolado, que en sí es la garantía de eterna bendición para todo aquel que por él se acerca a Dios. Bastan las señales de las heridas que se conservan como preciosísimas joyas en sus manos y pies para que todo el universo sepa que la obra se ha consumado triunfalmente y una vez para siempre. De igual forma su presencia en sí constituye su intercesión por nosotros, y no hemos de imaginar al Sumo Sacerdote en actitud orante delante del Padre, suplicando favores que son difíciles de conseguir, pues la unidad de voluntad y de intención entre el Padre y el Hijo es perfectísima, y todo se ha conseguido ya por la obra de propiciación de la Cruz. Como alguien ha dicho: "La intercesión de Cristo ascendido no es una oración, sino una vida". Tal intercesión, así entendida, constituye la base de la justicia de los creyentes, librándoles de toda posibilidad de condenación: "¿Quién es el que condenará? Cristo Jesús es el que murió; aún más, el que también resucitó, el que está a la diestra de Dios, y el que intercede por nosotros" (Ro 8:34). Presentándose así e intercediendo, asumió y asume toda responsabilidad con referencia a quienes acuden a Dios por medio de él, y "consumado (en su preparación como Sumo Sacerdote) vino a ser causa de eterna salvación para todos los que le obedecen". Al mismo tiempo el temido Trono de Dios, lugar de justicia deslumbrante que nos condenaba irremisiblemente, se convirtió en el Trono de Gracia, adonde acudimos para hallar simpatía y ayuda (He 5:9) (He 4:16). 6. El ministerio de socorro Son sublimes, conmovedores y casi increíbles las expresiones que en Hebreos recalcan el amoroso interés del Sacerdote-Mediador por los suyos, y que reflejan la naturaleza del Dios de amor. "El que santifica y los que son santificados, de uno son todos", dice la Palabra, y tan importante le fue la formación de una nueva familia espiritual que rodeara eternamente al Hijo que "convenía a aquél, por cuya causa son todas las cosas, y por el cual todas las cosas subsisten, que al llevar a la gloria a muchos hijos, perfeccionase por aflicciones al Autor de la salvación de ellos" (He 2:10-18). Ya hemos visto cómo se dignó "prepararse" con el fin de comprender las necesidades de los suyos, los objetos especiales de su obra mediadora, llegando a tener un conocimiento íntimo de su condición y sentir profunda simpatía por ellos en sus sufrimientos y luchas. Pero no sólo simpatiza, sino que siempre está dispuesto a ayudarles desde el centro de todo poder, siendo "poderoso para socorrer a los que son tentados (probados)". Este aspecto consolador de su obra mediadora se detalla especialmente en (He 2:17-18) (He 4:14-16) (He 5:7-10), y bien podemos responder agradecidos a la exhortación del autor sagrado: "Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro". El Mediador "Abogado" La obra mediadora de Cristo, en sentido amplio, abarca todos los aspectos de la redención, pero a los efectos de este estudio subrayamos más la actuación del Mediador al echar un puente sobre el abismo que separa el hombre de su Dios, manteniendo luego la comunión que así se renueva en él. Las epístolas a los Hebreos y a los Colosenses son las que más se preocupan del tema, debido a las necesidades de sus primeros lectores, pero el apóstol Juan no pierde de vista esta "gloria" de su amado Maestro y es en el capítulo 17 de su Evangelio que hallamos la sublime "oración de intercesión" que nos admite a los secretos pensamientos del Hijo, al hablar con su Padre, y preocupándose por los suyos. Hemos dicho que la "intercesión", como base de nuestra seguridad eterna, es sobre todo la presencia del Mediador delante del Trono, pero no se excluye la comunión del Hijo con el Padre en cuanto a la familia de la fe, y ésta halla sublime expresión en la oración sacerdotal que anticipa la presencia del Hijo a la Diestra del Trono. En armonía con estos pensamientos es el apóstol Juan quien da al Señor el título de "Abogado", que en el original es "paracletos": "Y si alguno hubiere pecado, Abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo" (1 Jn 2:1). El título es idéntico al que el Maestro empleó para describir al Espíritu Santo quien le había de sustituir como ayudador de los discípulos en la tierra, significando "uno llamado a nuestro lado para socorrernos", y que podía aplicarse a la labor de un abogado defensor. El contexto del versículo citado (1 Jn 1:5-2:2) revela que el apóstol desarrolla el tema de la comunión del creyente con el Padre y con el Hijo, y la forma en que puede mantenerse a pesar de la naturaleza pecaminosa del hombre, y de los pecados que aún pueden afear el testimonio del creyente. Para "andar en luz como él está en luz" hemos de reconocer la condición humana y confesar en el acto los pecados cometidos, lo que hace posible que "la sangre de Jesucristo el Hijo de Dios nos limpie de todo pecado". La confesión se relaciona también con la obra del Paracletos (la división de los capítulos en esta sección oscurece mucho la continuidad del pensamiento), quien puede ser justo al auxiliar al creyente que confiesa su pecado, toda vez que él mismo es "la propiciación por nuestros pecados, y no por los nuestros solamente, sino por los de todo el mundo" (1 Jn 2:2). Se aplican al caso especial del pecado cometido y confesado las enseñanzas que ya hemos notado en Hebreos, y quedamos con el precioso pensamiento de un Paracletos divino quien nos socorre en la tierra, el Espíritu Santo, al par que otra Persona divina, el Hijo Mediador, acude en nuestro auxilio a la Diestra. El Mediador eterno En el curso de su gran discusión sobre la resurrección en (1 Co 15), Pablo presenta parentéticamente la escena cuando el Hijo-Siervo habrá cumplido totalmente la misión especial que le fue encomendada antes de la fundación del mundo, viendo consumada no sólo la redención de los salvos, sino también la destrucción de los enemigos (1 Co 15:24-28). Habiendo vuelto todas las cosas a la obediencia de Dios, "entonces también el mismo Hijo estará sujeto al que le sujetó todas las cosas, para que Dios sea todo en todos". ¿Indica esta frase el fin de la obra mediadora del Hijo? Desde luego habrá pasado la etapa actual, pues los hijos estarán gozándose de su herencia en la Nueva Creación por los siglos de los siglos, unidos con su Señor, y no necesitarán su intercesión a la Diestra. Pero ya hemos notado el carácter cósmico de la obra del Hijo Mediador, y hay aspectos de su sacerdocio que se llaman eternos. Más bien el pasaje de referencia señala el fin de su misión especial de redención y de reconciliación, haciendo posible que entregue las vastas provincias del Reino universal al Trino Dios, sin que haya movimiento alguno en contra de su voluntad ni posibilidad de ello en el porvenir. Pero sin duda el Hijo siempre se relacionará de una forma especial con todo lo creado, aun en la Nueva Creación, y hay abundante indicación de su eterna unión con la vasta familia de los hijos que redimió con su sangre y recreó a su imagen, además de su enlace indisoluble con su Esposa la Iglesia (Ro 8:29) (Col 3:10) (Ap 21:9) (Ef 1:10) (Ef 2:7) (Ef 5:25-27).

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